viernes, enero 28, 2005

GAME OVER

Desafío al tiempo, lo miro babeando desde mi esquina, esperando que algún "second" tire una toalla que ayude a soportar la fiebre nostálgica que me hace vivir como un esquizofrénico irresoluto e incapaz. De la euforia a la tristeza, del pozo al cielo. Jekill and Hyde.
Miro el reloj y noto que falta mucho para que me de sueño y cierre así un nuevo capítulo de esta solitaria "sit com", llena de extras y sólo con un par personajes de verdad. ¿Qué hago? Aunque suene contradictorio, algo que, por cierto, no me asusta, porque creo que la consecuencia es una condición absolutamente sobrevalorada, me dirijo al mall, donde, obviamente, me quedaría pegado en una librería o entraría al cine.
Nada. Apenas entro, veo que unos amigos me saludan desde una mesa. Me quieren, me estiman, lo sé, pero me da lata cargarlos con mis malas vibras e invento una chiva. Además, si no arranco, me van apabullar con sus viajes y éxitos, triunfos que me estremecen aún más al recordar que, en vez de ir a Buenos Aires el último fin de semana, un panorama que se ha vuelto cotidiano para muchos, le pegué un combo en el hocico a mi hermano, uno de las pocas personas que quiero en serio. What a loser...
Después de la finta, dejo atrás al grupo de "yupies" y apuro el paso para que me crean que busco a una tía perdida. El hambre me lleva de un ala al patio de comidas, escenario como de kermesse escolar, lleno de cabros chicos con pantalones por el suelo. Cuando era chico, me llamaba la atención ese afán de los "cuicos" por verse picantes, como que lo necesitan para sentirse más hombres o, qué sé yo, más tolerantes, pero, en el fondo, siguen siendo una raza clasista, empapada de prejuicios e ignorancia. Pido algo en el único local sin fila.
Adivinen, sí, correcto, el único que vende cosas como de fuente de soda. Un buen completo y para la casa. Ojalá me de sueño y pueda olvidarme del tiempo.

martes, enero 25, 2005

CINEMA PARADISO

En la cinta italiana Cinema Paradiso, un aclamado director de cine retorna a su pequeño pueblo del sur de la península para asistir al funeral de su gran amigo de la infancia: el proyeccionista del cine local que lo convirtió en su ayudante y le contó todos los secretos del celuloide.
Toto, el protagonista, rescata de su disco duro esa inocente niñez, en la que todo giraba en torno al maravilloso Paradiso. Para la gente, el recinto era el único refugio para abstraerse del desprecio del industrializado norte.
En Viña, tenemos nuestro propio Cimema Paradiso. El Cine Arte es un lugar de culto, un santuario al que se peregrina con la seguridad de que uno no se va a topar con ningún bodrio que saque de quicio. Además, perdónenme los más jóvenes, nada más higiénico que sentarse en la butaca sin palomitas en el suelo ni ese asqueroso olor que se pega a la ropa.
La última vez que fui a uno de los cines tamaño XL, me tocó un tatita que acortó considerablemente la vida útil de su placa con tanto "crunch, crunch", algo que, obviamente, aunque la sala cuente con un surround supersónico, me generó una angustia que estuvo a punto de dispararme de la acolchada silla.
Sí, claro, puede ser exagerado, pero, la verdad es que prefiero mil veces ir al Arte antes que a los otros. Lo de "culto", por si no lo saben, no es un concepto snob, sólo significa que no se trata de algo masivo y que se comparte casi secretamente entre una cáfila cinéfila que se pasa el dato para callado, algo así como "compadre, no se olvide el jueves, dan la última de Lynch" u "oye, vamos a ver otra vez Nos Habíamos Amado Tanto de Scola".
Las mismas caras, los mismos asientos, la misma satisfacción. Desde mi butaca regalona, no digo la fila ni el número para no correr riesgo de ser identificado, miro con curiosidad la puerta de entrada para ver a cuántas personas ubico. Es un ejercicio breve, corto, sólo para ver quiénes ingresan al Paradiso.

miércoles, enero 19, 2005

CIRCO BEAT

La primera vez que fui a la Quinta Vergara, no me acuerdo cuántos años tenía, me reí a carcajadas con la presentación de la vecindad del Chavo del 8. Mi viejita me regaló un gorro igual al del Chavo, unas antenitas y el chipote chillón del Chapulín Colorado. Tal vez qué sentido tendrá para Gómez Bolaños la letra "Ch", porque todos sus personajes, incluido el mismo apodo Chespirito, empiezan con ella: Chavo, Chapulín, Chapatín, Chompiras, Chaparrón. Cábala o casualidad, quedé embobado en mi asiento, como si me hubiera dado una garrotera, sin poder creer que tenía tan cerca a mis amigos televisivos.
Unos años más tarde, después de rogarle de rodillas a mi viejita, me dio permiso para ir al Festival. Partí con mis zapatillas Topper, mis taquilleras bastas y una camisa de un vecino a ver a Soda Stereo, cuando tenían ese look new wave importado de la escena británica. Fue en el 87', cuando sacaron "Signos". Al otro día, me repetí el plato con GIT, sin importarme las infantiles discusiones de mis amigos sobre cuál banda era mejor. "Soda o GIT, no te pueden gustar los dos puh, compadrito". Cuando finalmente ganó Soda, la elección eran ellos o Los Prisioneros y así hasta que se acabó el boom del rock latino.
El 91', lloré en la platea cuando Los Prisioneros se despedían de los fanáticos de la zona con "El baile de los que sobran" coreado por veinte mil almas que no se resignaban a perder a sus ídolos, a los únicos que se atrevían a decir lo que otros ocultaban con letras siúticas o de filosofía barata. Con una polola nos subimos una vez al escenario vacío para sentir cómo se veían las graderías y cantar "a capella" unas canciones de Silvio. Hoy, la Quinta Vergara luce moderna y, curiosamente, más chica, como que redujeron el monstruo a un cachorro desnutrido y sin dientes. De todas formas, sigue sobresaliendo dentro de la oferta turística de Viña. ¡Qué bonita vecindad!

CIRCO BEAT

La primera vez que fui a la Quinta Vergara, no me acuerdo cuántos años tenía, me reí a carcajadas con la presentación de la vecindad del Chavo del 8. Mi viejita me regaló un gorro igual al del Chavo, unas antenitas y el chipote chillón del Chapulín Colorado. Tal vez qué sentido tendrá para Gómez Bolaños la letra "Ch", porque todos sus personajes, incluido el mismo apodo Chespirito, empiezan con ella: Chavo, Chapulín, Chapatín, Chompiras, Chaparrón. Cábala o casualidad, quedé embobado en mi asiento, como si me hubiera dado una garrotera, sin poder creer que tenía tan cerca a mis amigos televisivos.
Unos años más tarde, después de rogarle de rodillas a mi viejita, me dio permiso para ir al Festival. Partí con mis zapatillas Topper, mis taquilleras bastas y una camisa de un vecino a ver a Soda Stereo, cuando tenían ese look new wave importado de la escena británica. Fue en el 87', cuando sacaron "Signos". Al otro día, me repetí el plato con GIT, sin importarme las infantiles discusiones de mis amigos sobre cuál banda era mejor. "Soda o GIT, no te pueden gustar los dos puh, compadrito". Cuando finalmente ganó Soda, la elección eran ellos o Los Prisioneros y así hasta que se acabó el boom del rock latino.
El 91', lloré en la platea cuando Los Prisioneros se despedían de los fanáticos de la zona con "El baile de los que sobran" coreado por veinte mil almas que no se resignaban a perder a sus ídolos, a los únicos que se atrevían a decir lo que otros ocultaban con letras siúticas o de filosofía barata. Con una polola nos subimos una vez al escenario vacío para sentir cómo se veían las graderías y cantar "a capella" unas canciones de Silvio. Hoy, la Quinta Vergara luce moderna y, curiosamente, más chica, como que redujeron el monstruo a un cachorro desnutrido y sin dientes. De todas formas, sigue sobresaliendo dentro de la oferta turística de Viña. ¡Qué bonita vecindad!

martes, enero 18, 2005

AMIGA DEL DOLOR

ACLARACION: Sé que la idea del "blog" es ir contando el día a día, pero, por falta de tiempo y también por al afán de archivar cosas perdidas, he copiado algunos textos como este....pronto vendrán cosas de Arica..


Murió Valentina. Muchos seguidores de "Machos" reclamaron que la agonía de la madre de los Mercader había sido alargada más de la cuenta, sólo por rating. Así son las partidas. Uno de las últimas salidas con mi vieja fue al Paseo 21 de mayo. Como no tenía guita, vendí unos "cd" a un amigo e invité a mi mamá y mi hermano. Nos sentamos en la parte trasera de la micro; ella junto a la ventana, con las manos cruzadas sobre la cartera.
Yo iba en silencio, grabando cada minuto, cada sensación, sintiendo como mi mamá gozaba de nuestra compañía. Dejaba que ellos hablaran más, quería verlos relajados, como si la maldita enfermedad hubiese quedado atrás. Cada vez que se detenía el bus, miraba a la puerta para ver si subía un vendedor que nos diera los mismos helados que nos compraba la vieja cuando chicos. Quería devolverle la mano. Al fin, en la avenida Pedro Montt, un niño sacó tres paletas de su caja de plumavit. Mi madre no podía comer mucho ni tomar demasiado líquido, pero le fue imposible rechazarlo, quizás porque estaba igual de conciente que yo sobre la trascendencia de este sencillo viaje. Me hubiese gustado llevarla a tantas partes, como cualquier hijo, sin embargo, la billetera siempre hacía aterrizar mis sueños y esperanzas. A veces, cosas tan sencillas como un helado de 100 pesos nos ayudan a tocar la felicidad.
Ya en el ascensor, mi hermano se quedó sentado con ella, mientras yo asomaba mi cara por una de las ventanillas, mirando el puerto en busca de alguna respuesta para tanto dolor o, por lo menos, fuerza para no venirme abajo y echar todo a perder con mis lloriqueos. Tenía que ser como la vieja, que se la bancaba solita, aguantando las diálisis y un millón de cosas más que recién después de su muerte me vine a enterar. ¡Cuánto se tuvo que tragar! Camino por el 21 de Mayo y todavía la veo ahí, sonriendo.

LA COLMENA

Varios estudiosos han teorizado sobre lo mal que se están expandiendo nuestras ciudades. Algunas urbes se han inflado con la misma inocencia que un niño sopla el globo y no imagina que el plástico lo abofeteará sólo con un par de suspiros más. Los visionarios con sombrero de fierro han convertido sus cabezas, precisamente, en ruidosas alcancías, cuyas ranuras sólo dejan entrar proyectos de recompensa inmediata y, de vez en cuando, no hay que ser tan tajante, alguna iniciativa como corresponde, es decir, a la altura de las expectativas de una población que exige espacios y, por cierto, también respeto por lugares que marcan su misma identidad.
Represento a muchos que se niegan aceptar la desaparición de su entorno. No soy fundamentalista y, aunque parezca paradójico, admiro el trabajo de los arquitectos, obviamente en lo que respecta al ingenio. El problema es qué demonios se está creando, porque, hasta donde yo veo, quizás sufra de miopía, hoy lo único que vale es formar el máximo de colmenas en una cuadra.
La avenida Libertad es una culebra de edificios y estacionamientos. Lo peor de todo, es que algunas moles de siete pisos sólo tienen... ¡siete departamentos! Ya, ok, bienvenida modernidad, pero, por favor, hagamos algo para que quede una porción para el esparcimiento, el paseo, la oportunidad de decirle al cabro chico “mira, ahí viví yo a tu edad. Jugábamos justo ahí al frente, donde están esos árboles. Tu abuela se asomaba por esa ventana para decirme que ya era tarde y tenía que hacer las tareas”.
Pasé por 11 Norte a ver cómo estaba el barrio de mi primera infancia. No exageraré diciendo que me costó encontrarlo, sin embargo, sí está lo suficientemente alterado para negarme la nostalgia o el recuerdo. Mi casa, mi querida casa, es hoy un centro de atención médica con aire supersónico y largas ventanas en las que se reflejan los tres edificios que lo rodean. En el lugar donde vivía una decena de familias hoy alojan centenares de personas y no hay ningún portón para chutear al arco.

sábado, enero 15, 2005

¡GRACIAS, VIEJA!

En la puerta de su casa, Alfredo di Stéfano, la saeta rubia que llenó de copas al Real Madrid, levantó un monumento a su más fiel compañera: la pelota. Con un sencillo "gracias, vieja", el ídolo argentino agradeció todo lo que el balón le dio en la vida.
A mí, la pelolita me ha regalado momentos inolvidables, maravillosos, llenos de anécdotas sabrosas, de esas que se repiten una y otra vez en las conversaciones con vasos de cerveza sin espuma.
En "Fiebre en la Gradas", el escritor inglés Nick Hornby, el mismo de "Alta Fidelidad", revisa su vida a partir del fútbol. El Arsenal y su existencia se entrecruzan en una finta emocionante, original, sin lugares comunes, frontal como los carrerones de Thierry Henry en el Highbury.
En el camino, uno se percata como la pelota contempló silenciosamente, tan quieta como en un penal, los pasos y tropiezos de Hornby. A medida que avanzaba las páginas, sentía un efecto epifánico en mi disco duro, como esas ampolletas que se le encienden a los monitos animados. Empatía total.
Por ejemplo, al igual que Hornby, si perdía mi equipo, le pedía a mi mamá que me firmara un justificativo para faltar el lunes, obviamente un "enganche" para dejar pagando a mis burlescos compañeros. Como en los '80 la "U" anduvo de tumbo en tumbo y el Everton era uno de sus verdugos frecuentes, me fui acostumbrando a alargar los fines de semana. No me quedaba otra.
Al igual que Hornby, suelo asociar capítulos de mi vida con determinados partidos. El empate en El Salvador para el campeonato del '94, está unido, casi como con la gotita, con mi primera desilusión amorosa. El zapatazo del Pato Mardones se confunde con la patada que me dio esa caprichosa niñita.
Finalizo con otro apunte. Igual que al escritor, el fútbol siempre se preocupó de regalarme nuevas amistades, en todos lados, en este mismo diario. Con ella, todo es más fácil. Gracias, vieja.

EN EL LUGAR SAGRADO

En una vieja novela de Poli Délano, un antihéroe de clase media se queda encerrado en el baño de un cine justo en la madrugada del 11 de septiembre de 1973. Para matar el tiempo, fija un horario para recordar su época universitaria en una pensión de mala muerte, sus pololas, sus sueños y frustraciones. Para tomar aire, bastante contaminado por lo demás, revisa algunos de los originales grafittis que adornan las puertas de los W.C. públicos de nuestro país.
Hago esta introducción, porque hace un tiempo viví una experiencia muy desagradable. Caminando por la calle Valparaíso sentí unos retorcijones que sacudieron mi estómago, igual que cuando, sin querer, me comí una barra entera de chocolate laxante.
Tenía los bolsillos pelados, no tenía ni cien pesos para dejar como propina. ¿Qué hago? Necesitaba un baño, cualquiera, daba lo mismo: con la cadena mala, sin perillas en las puertas, con el piso mojado, en fin.
Al parecer, mi angustiado rostro y mi pinta poco formal me delataban, si no, no logro entender cómo los tipos sabían que me dirigía al baño del local, que ni siquiera iba a comprar una soda. ¿Experiencia? ¿Brujería? ¿Guardianes del lugar sagrado? Malditos, cómo son capaces de expulsar así, tan deshumanizadamente, a un pobre hombre que calculó mal su ciclo de digestión.
Recorrí toda la calle Valparaíso. En el "Ave César", entré muy campante, silbando "Promesas sobre el bidet", simulando que buscaba a alguien con quien me había citado en el subterráneo, justo al lado del baño.
-Pssst, pssttt, joven
Cuando ya fue imposible hacerme el desentendido, miré de reojo a la señora, pero lo suficiente para advertir la tarjeta roja que estuvo a punto de provocar una jornada de furia a lo Bonvallet. Después de murmurar un par de maldiciones, me acordé de mi querido Cine Arte. Como me conocen, entré soplado a las "casitas". Relajado leí en la puerta: "Hazlo contento, tranquilo o con pena, pero, igual, tira la cadena".

TUNEL DEL TIEMPO COMPARTIDO

La playa Los Lilenes es muy especial. Como a los cinco años, tal vez un poco menos, disfrutaba haciendo "olitas" con mis primos, cuando mi gruesa barriga comenzó a retorcerse en señal de que algo indeseable venía en camino. Espero que con esta confesión algo vulgar no me caigan encima los sabuesos de la salud para recriminarme por alguna norma retroactiva, pero, la verdad, fui a desahogar los retortijones en los roqueríos del fondo, sin imaginar que dos primos me seguían silenciosamente para delatar mi conducta tan poco higiénica. El pellizcón de mi viejita todavía palpita en mi brazo.
Aparte del mar, la majestuosa duna que rodea al balneario se nos antojaba como un tobogán a prueba de costalazos y dolores. La subida era eterna y, a medida que se avanzaba, las plantas de los pies chillaban por el calor, como si fueran huevos fritos ardiendo en la sartén.
El premio era impagable: unos cien metros de caída libre, revolcones y saltos mortales para terminar en un túnel que nos conducía directamente a la playa. El angosto pasadizo que cruza por debajo al camino costero -que por aquel entonces, ya tenía hoyos- era algo grandioso, el broche de oro para recomponer fuerzas y subir otra vez.
Con el tiempo, siempre ignorantes al qué dirán, nos lanzábamos en unos cartones 4x4 que nos permitían alcanzar una velocidad dignas del Halcón Milenario de Han Solo. La arena cubría nuestros cuerpos como si fuéramos escalopas y no faltaba el despistado que por gritar un agringado "Jerónimo" se tragara un par de kilos.
Hoy, el sendero para llegar a la cima de la duna está cortado. De todas formas, si se saltan las barreras, uno se topa con los cables eléctricos de la nueva civilización de tiempo compartido que se ha instalado en uno de los santuarios de mi infancia.
El maravilloso pasadizo de antaño, ahora se parece al lúgubre túnel que recorre Carlos Pinto en uno de sus programillas. Después de tan duro golpe, me dieron ganas de ir al baño.

TRISTE, SOLITARIO Y FINAL

Revisando un libro de Galeano, volví a emocionarme con una carta de Osvaldo Soriano en que cuenta su tour por el desaparecido estadio del Viejo Gasómetro junto a uno de los goleadores más insignes que ha vestido la camiseta de San Lorenzo de Almagro, José Sanfillipo.
Me gusta el estilo del gordo Soriano. En secreto envidio su forma de contar historias, su manera de mezclar periodismo y literatura.
Soriano retorna con Sanfillipo al lugar donde estaba la cancha, ya convertido en uno de esos supermercados que venden hasta televisores y computadores. En un arrebato nostálgico que demuestra la originalidad del escritor-periodista, le propone a Sanfillipo recrear algunas jugadas imborrables en medio de la vorágine consumista del local. Después de concordar en que uno de los arcos estaba entre unas vitrinas y una vieja que arrastraba un carro, Soriano le tiró un centro imaginario a Sanfillippo, quien agarró la pelota de sobrepique y la colocó en un ángulo, tal como cuando batió al mítico portero Roma en un clásico contra Boca Juniors. Los clientes aplaudieron la proeza creativa de este par de locos.
Caminando por la calle Valparaíso, no pude evitar entrar al viejo cine Rex, hoy convertido en esas higiénicas carnicerías que desplazaron a los locales de antaño, en los que comúnmente un gorila afilaba su cuchillo con el pecho manchado con sangre.
Ingresé y de inmediato, como si me cobraran el boleto, un acomodador, perdón, un dependiente, me recomendó sacar un número para que me atendieran. "Vale", respondí, mientras empezaba a dibujar en mi mente la ubicación de las antiguas butacas que ahora se han transformado en fríos recipientes de filetes, asientos y huachalomos.
En un ángulo vi llorar a mi vieja con "Ghost" y en otro divisé a mi hermano pegado en su asiento, mientras Luke Skywalker le sacaba la máscara a su reformado padre.

CIUDADANO DEL OLVIDO

El sol está implacable, me quiere dejar como sopa. La camisa se pega a mi piel como si fuera una bolsa de supermercado empapada de sudor. Como no tengo plata para una mini-bebida, decido descansar en uno de los bancos de la plaza. Unos pasos más allá está la fuente de los deseos, sucia pileta que recibe monedas a cambio de nada, porque, en realidad, hay que ser muy inocente para pensar que esa agua estancada, con un olor a macetero de cementerio, pueda tener poder mágicos. Mejor jugar al Kino, aunque, siendo honesto, debo reconocer que en mi niñez también tiré alguna chauchita, siempre acompañado de mi madrina españolísima, Blanquita.La quería mucho, demasiado, tenía toda la calidez que extrañaba en mi seria y compuesta abuela. El maldito Alzheimer impidió que conversáramos tantos temas que quedaron pendientes, como su apasionado apoyo a Franco o las lágrimas que no podía controlar cuando se refería a su hijo Paco.
A veces se quedaba en mi casa en verano. En las mañanas, el aroma a pan tostado me avisaba que se había levantado y que ya estaba lista para llevarme de paseo.
Es increíble como trascienden algunas personas. La trascendencia no es un asunto menor, de hecho, la ansiedad que genera la paternidad refleja cuánto nos interesa saber que nuestro paso por este mundo va a dejar una huella. Si bien aún no soy padre, sé que cuando me toque voy a buscar algo mío hasta en el más mínimo gesto de mis niños. Todos somos egocéntricos. No lo ocultemos; necesitamos ese tipo de detalles para creer que somos algo más que unos huesos cubiertos de carne. El olvido es la peor condena, es como la confirmación que la presunciones que teníamos en vida, esas dudas que nos hacen transpirar en los momentos en que cuestionamos las decisiones que hemos tomado, eran ciertas.

ZAMA

Muchos escritores rehuyen sus demonios y escogen fríamente temas que les garantizan ventas y turnos para dar autógrafos en las ferias. Siempre ha sido así. No es casualidad que Isabel Allende se concentre en novelas adolescentes tras el éxito de Harry Potter. Business are business. Por eso cuesta tanto encontrar obras tan auténticas como "Zama", escrita por el mendocino Antonio di Benedetto a mediados de los 50'. Algunos miopes la han situado en la sospechosa calificación académica de "histórica" por desarrollarse en las postrimerías del siglo XVIII, ignorando el sentido metafórico.
Los miedos y las frustraciones de Diego de Zama nos empujan al precipicio de nuestras propias emociones, surgidas en un mundo muy distinto a la era del dominio español. Nada más actual que cuidar la estabilidad, la pega, justamente para desembarazarse de ella. La mayoría nos sentimos en un trance, en una escala indómita, programada por una agencia que no tomó en cuenta nuestras aspiraciones o fantasías. Sobrevivimos con el gusto de un pisco sour industrial, incapaces de adivinar si algún día llegará el plato de fondo que hemos esperado por años. Así se va la vida: esperando con tenedor y cuchillo, pintura y brocha, computador y grabadora.
"Zama" tiene una forma existencialista particular, que, como bien notó Juan José Saer, se despega de la filosofía. Se trata de una angustia sin aires catedráticos ni tesis sesudas. La inseguridad del personaje, tan masculina, manifestada en esa hambre por apoderarse de mujeres sólo por el afán hedonista de sentirse interesante o admirado, nos hace revisar minuciosamente nuestros archivos personales.

viernes, enero 14, 2005

ANGEL ELECTRICO

Como mis abuelos eran ortodoxos, cuando chico sufrí una severa confusión religiosa. En el colegio, siempre preocupado de parecer distinto, de sobresalir por cualquier cosa, defendía mi fe ortodoxa a patadas y combos. Pobre del que mirara en menos la Iglesia de 1 Poniente. Por otro lado, después de soportar estoicamente dos horas de misa con el padre Stavros, perdiéndome capítulos vitales de la segunda generación de los "Transformers", pocas ganas me quedaban de seguir pregonando estas creencias tan desconocidas para mis compañeros de parranda.
Después de convencerme de que era católico, empecé a ir a misa "de una" en la Parroquia de Viña, un horario que no me apartaba de la programación infantil dominical. A lo más me perdía "Cachureos", pero nunca coticé mucho a Marcelo, Epidemia y al Señor Lápiz.
Por esos años, murió un músico que más adelante acompañaría innumerables carretes de mi adolescencia: Gabriel Parra. Corría el año 1988 y las matemáticas de quinto básico me tenían por el suelo. El día del funeral del baterista de Los Jaivas, me colé en el auto del hermano de un amigo para que me llevara a la ceremonia. Creo que nunca la Parroquia de Viña se verá tan colmada de público como ese día. Viña se paralizó para despedir los restos de uno de sus hijos más queridos.
Tal vez por el impacto que me provocó este mar de gente y las lágrimas de tantas personas, comencé a visitar más seguido la Parroquia. Mis amigos se burlaban por mis enredos a la hora de entrar al confesionario. En todo caso, la suerte de contraseña que lanza el sacerdote tras abrir la ventanilla todavía me suena bastante ajeno.
Una mañana, decidimos con mis amigos del barrio que pasaríamos sólo 20 minutos a misa, porque, como teníamos una pichanga después de almuerzo, debíamos aprovechar el tiempo para jugar en los flippers. De todas formas, entré al confesionario a arrepentirme de la soberana paliza que le había dado a mi hermano por haber roto el transformador del Atari. El cura, con ese silencio solemne que nunca terminé de aceptar, me dio una penitencia simple, rutinaria: quedarme hasta al final de la misa.
El hereje partió a los flippers.


jueves, enero 13, 2005

DIARIO DE MUERTE

La muerte es uno de los términos o conceptos más viciados. Tal como muchos se esfuerzan por enseñarnos cómo vivir, otros tantos dan pautas sobre las formas más convenientes de morir. Los más románticos creen que memorizando el famoso poema de Borges basta para encarar a la "pelá" de una forma provechosa, madura. Cuesta creer que uno se pueda conformar al adiós por haber jugado con niños, haber comido sin contar las calorías o andar descalzo por la playa. Cada uno con su receta.
El gran mérito de "Diario de Muerte" de Enrique Lihn es que no habla de la muerte, sino que la define desde ella misma. El poeta sabía que jugaba los descuentos y que el partido no se alargaría ni tirando plata debajo de la mesa a la FIFA.
Perdí a la persona que más amaba por la desidia de un médico y nunca había encontrado a alguien que entendiera mejor la rabia que se siente al compartir con un doctorcillo que tiene la promesa hipocrátrica grabada junto a quizás cuántos discursos alcoholizados del día de su graduación. Sus ensayadas palabras en la sala de espera, tan vacías como falsas, conseguían por momentos aplacar la furia, debido que se sujetaban de uno de los sentimientos más nobles y , en ese tipo de instancias, decisivo: la esperanza. A ese maquillador de la muerte no le interesaba la salud de mi madre ni se daba el tiempo de imaginar el dolor que sentíamos sus hijos. No importa, ya le tocará.
Hacía años que no resucitaba ese episodio, que había guardado para no llenarme de rencor. Los versos de Lihn es una ruta de muerte, sin anestesia ni suero, que revuelca y sacude por su destemplada sinceridad. ¿Cuántos de nuestros "yo" estarían de acuerdo con nuestra sentencia de muerte? Es un buen ejercicio, sobre todo si uno se ha engañado y no ha asumido sus errores como hijo, padre, hermano o esposo.