martes, noviembre 29, 2005

PROFUGO

“Todo el mundo está enamorado de alguien, aunque no lo sepa”
Paul Auster


Las mujeres inteligentes enseñan a vivir y hacen sentir que uno tiene alma. Lo dijo Garcés en una columna en La Nación. Las sombras fatales de la noche porteña no me asustan ni apuran mis huesos. Me inyectan cordura, queman los mensajes que en algún momento puede haber situado la propaganda en mi mente. El miedo es el caldo de cultivo de sistemas represivos. No creo que la puerta giratoria se cierre con mano dura. Si admitiera lo que dicen Lavín o Piñera, compraría un arma y actuaría como si estuviera en las llamas del Medellín que describe Vallejo en sus novelas. También compraría una estampita para el corazón, por si es cierto que la Virgen desvía disparos.

“Nunca es tarde para recuperar la fe, Dani”, me decía siempre un reportero gráfico evangélico con quien compartía turnos de fin de semana en el diario. Se obsesionó con convertirme en su “hermano” desde una mañana en que, con una resaca del demonio, le dije que quizás me gustaría tomar menos alcohol. Me pilló volando bajo. El acoso bíblico concluyó cuando me llevó a un culto en el hotel que queda al lado del Teatro Municipal de Viña. Al notar que no tenía ningún reparo en ser la única persona que no coreaba ni seguía con aplausos los cantos de una banda de rock cristiano, este hombre, que juraba tener un link especial con Dios, desistió para siempre, sin que se perdiera la amistad. Cumplía con todos los requisitos del prototipo del evangélico cincuentón. Antes de encontrar la luz divina, como decía la Anita Reeves en “Amores de Mercado”, folló con cuanta hembra se le puso por delante, incluyendo la mujer de un inválido que vivía al frente del diario. El discapacitado se las traía: le gustaba ver cómo su mujer lo hacía con otro, aunque su enfermedad mantuviera su órgano sexual como una fruta de utilería. Para qué seguir. El tipo las hizo todas y súbitamente, seguramente después que su mujer se aburrió de amenazar y efectivamente se fue de la casa, sintió que Dios lo perdonaría si recitaba como loro la palabra sagrada.

Sigo por las sombras porteñas, ahora retomando mi análisis sobre las mujeres inteligentes. Cada vez que se produce una sintonía, una conexión, estando sobrios o ebrios, se enciende una alarma de felicidad, casi siempre acompañada, como reflejo, de las ganas de abrazar y besar. Pero uno no puede ser tan expresivo. No corresponde. Por eso prefiero acumular alarmas hasta que estallen y me sea imposible no manifestar lo que siento. Es una explosión racional, sin agitación, un temblor delirante que deja como residuo un estado de paz permanente. Y uno se va convenciendo de que es algo grande.

He llegado a casa. Me demoré largos minutos. Si es cierto lo que dicen, en este rato se registraron centenares de delitos en el país. Soy un sobreviviente.

lunes, noviembre 28, 2005

SWEET HOME CERRO ALEGRE


Desde el tercer piso de una casa anaranjada se escuchan los aullidos finales de “Help” de los Beatles. El ensayo continúa con “We can work it out”, mientras observo que no soy el único que se ha detenido para seguir los acordes de tributo. Como salí un poco atrasado, salto los escalones del Pasaje Bavestrello para no llegar tarde al trabajo. Aprovechando la hora de almuerzo, subí a ordenar mi pieza, muy desordenada por la visita de dos compañeras de colegio que anoche vinieron a conocer mi nuevo hogar. Otro más. Ya perdí la cuenta de mis escalas en los últimos años. Si bien siempre me imaginé desplazándome de un lugar a otro, tampoco es tan divertido acampar como gitano sin tener mucho margen de elección. Vivir solo es útil, recomendable, pero las jornadas se hacen menos llevaderas cuando no hay plata en la billetera, el lugar no es cómodo o la forzada compañía se empeña en introducirse en tu existencia.

Desde una casa de latas desteñidas, de la que se asoman cortinas fantasmales, con unas marcas que parecen moscas muertas, suena “Mr. Tambourine” de Bob Dylan. Intuyo que proviene de una radio vieja, quizás uno de esos “tres en uno” que regalaba Don Francisco en sus maratones sabatinas que adormecían el cerebro tal como hoy lo hace Kike Morandé. En todas las sociedades paternalistas, donde los medios de comunicación están concentrados en pocas manos, aparecen los payasos de turno que ofician el rol de hacernos sentir que no estamos tan mal como creemos. El apellido del patrón es lo de menos, pues todos quieren lo mismo: silencio ante conductas oscuras.

Antes de seguir quejándome, el ambiente, la atmósfera de paz creativa, de quietud curiosamente productiva, me toma de la camisa y me zamarrea para que entre en razón. No te amargues. El llamado tiene efecto instantáneo como las hojas con THC. Sabía que tarde o temprano me mudaría al Cerro Alegre. Es una profecía cumplida. Mis paseos adolescentes, sin mayores preocupaciones, sólo dejándome llevar, me anticiparon que caería en estas calles. Acostumbraba a tomar el ascensor de calle Prat, pegado al Registro Civil, a veces con la mochila en mi espalda. Encontraba más productivo recorrer el cerro que calcular cuántos conejos negros salían de un polvo entre animales de distinto color, conocimiento que, según la profesora de Biología, tan cartucha como caballuna, serviría en nuestras vidas.

Sé que mucha gente detesta que circulen tipos engrupidos en el cerro, sobre todo algunos que dejan la impresión de vestirse con ropa alternativa con el mismo esmero con que el cafiche de discoteca escoge la camisa más ceñida de su closet y embetuna su pelo con gel barato. Es cierto que hay gente así. Pero son pocos. La mayoría, lo digo con propiedad porque he estudiado el barrio, se ve auténtica. No hay que intrusear mucho en las mesas cercanas para darse cuenta que los temas de conversación tienen un humor especial o son profundos, dependiendo del ánimo de los parroquianos.

La única duda era el momento. Pese a todos los anticipos, a la certeza de que algún día me instalaría en este sector, no sabía si ahora correspondía. Analicé qué habría hecho si estuviera solo. ¿Me habría venido igual? Sí. Por eso es doblemente rico estar viviendo algo que esperaba por tanto tiempo con alguien como tú.

viernes, noviembre 11, 2005

MARISCAL


En los primeros meses que estuve en Arica, me entretuve interpretando roles. Si en la mañana se me antojaba ser cuico, a pesar que no tengo el rostro para eso, aparentaba modales finos y gesticulaba con la prepotencia de un gerente de marketing. Me entretenía ver la reacción de la gente, la manera cómo me trataba. En ocasiones, fingí ser humilde, papel que me acomodaba más. Así me introduje en clubes deportivos, fiestas aymaras y un montón de lugares más. Una tarde, se me ocurrió ser porteño, quizás por la forma en que algunos de mis compañeros del diario se reían de Valparaíso. Amo este puerto, pero, siendo honesto, soy viñamarino. Me senté en mi mesa del “Centro-Shop”, ubicado en Bolognesi con Thompson, centro neurálgico de Arica y fuente inagotable de cahuines del fútbol amateur y del boxeo local, esperando que la María, siempre amable, me trajera el primer mariscal de mi vida. Nunca pensé que probaría ese plato, menos en un lugar tan lejos de casa. Me encantó y lo incorporé a mi dieta: tres veces a la semana. Como estaba solo, no tenía con quién probar sus efectos escondidos, cercanos al Viagra, pero bastaba con el sabor y la fuerza con me que sacaba la resaca.

Hoy comí mi primer mariscal en Valparaíso. Caminé hasta la Plaza Echaurren y me senté en un viejo negocio del mercado. Llegué por la calle Serrano, cuyos locales, al parecer, tienen los días contados. Ya cerraron sus cortinas negocios como la Librería Panamericana o el Emporio Echaurren, íconos de un Valparaíso que se extingue irremediablemente. Me encantó el mariscal. Ahora tengo más energía para terminar las notas del día.

jueves, noviembre 10, 2005

ZOOM


La gente, aunque se roce por la calle, vive como en planetas remotos entre sí, e incluso cuando se encuentran es muy difícil que lleguen a verse.

(“En ausencia de Blanca”, Antonio Muñoz Molina)



A veces uno debe medirse con las palabras, aunque sean expresiones de cariño. Sin ser un erudito del amor, entiendo que algunos prescindan del sentido común, del pudor natural de desnudar sus sentimientos, cuando su alma ha sido capturada por otra.

-Te quiero
-Yo también
-Pero yo más que tú
-No, yo más

El problema surge al cortarse el diálogo bruscamente. Uno de los dos se da cuenta que el otro de verdad lo quiere más. El silencio puede ser muy incómodo, aunque un poco de astucia y humor recomponen el ambiente, como un aerosol que despeja interrogantes vacías. Inconcientemente, quizás traicionado por un egocentrismo pueril, se llena de halagos maravillosos al otro esperando una devolución similar. En el fondo, se quiere constatar que ese ser que está al frente, único y perfecto, ha visto algo que uno mismo desconoce. Esa conexión, esa unión, sirve de puente y hace experimentar una sensación de perfección. Si alguien tan especial se ha fijado en uno, se puede suponer que algo especial tenemos, pues no todo puede ser casual.

Lo anterior es una teoría que no me toca. La pensé ayer en el bus, tratando de interpretar lo que vivo, buscando explicaciones para tanta alucinación. La deseché por varias razones. Mi autoestima está lo suficientemente firme para necesitar confirmaciones o respaldos. Uno no actúa con fines narcisistas para autocelebrarse la manera en que actúa con determinada pareja. ¡Qué bueno soy! ¡Si yo estuviera en el lugar de ella, seguramente terminaría enamorándome! Eso resta toneladas de espontaneidad y además se deja de ser lo que uno es.

Lo mío es más especial, trasciende todo. He redescubierto cosas que tenía perdidas, me he despojado de facetas que me había impuesto mi mapa de catástrofes, tomando prestado un concepto de Cerati. He arrugado esa hoja de ruta y estoy escribiendo una nueva, con los temores corrientes de estas instancias, como el fracaso o la desilusión, pero en dosis que no afligen. Quiero gritar lo que siento simplemente porque quiero, porque lo necesito, porque no puedo disimular mi felicidad. Así soy, para bien o para mal. Algo genético.

Sé que estoy frente a un ser único. Y estamos aprendiendo juntos.