PROFUGO
“Todo el mundo está enamorado de alguien, aunque no lo sepa”
Paul Auster
Las mujeres inteligentes enseñan a vivir y hacen sentir que uno tiene alma. Lo dijo Garcés en una columna en La Nación. Las sombras fatales de la noche porteña no me asustan ni apuran mis huesos. Me inyectan cordura, queman los mensajes que en algún momento puede haber situado la propaganda en mi mente. El miedo es el caldo de cultivo de sistemas represivos. No creo que la puerta giratoria se cierre con mano dura. Si admitiera lo que dicen Lavín o Piñera, compraría un arma y actuaría como si estuviera en las llamas del Medellín que describe Vallejo en sus novelas. También compraría una estampita para el corazón, por si es cierto que la Virgen desvía disparos.
“Nunca es tarde para recuperar la fe, Dani”, me decía siempre un reportero gráfico evangélico con quien compartía turnos de fin de semana en el diario. Se obsesionó con convertirme en su “hermano” desde una mañana en que, con una resaca del demonio, le dije que quizás me gustaría tomar menos alcohol. Me pilló volando bajo. El acoso bíblico concluyó cuando me llevó a un culto en el hotel que queda al lado del Teatro Municipal de Viña. Al notar que no tenía ningún reparo en ser la única persona que no coreaba ni seguía con aplausos los cantos de una banda de rock cristiano, este hombre, que juraba tener un link especial con Dios, desistió para siempre, sin que se perdiera la amistad. Cumplía con todos los requisitos del prototipo del evangélico cincuentón. Antes de encontrar la luz divina, como decía la Anita Reeves en “Amores de Mercado”, folló con cuanta hembra se le puso por delante, incluyendo la mujer de un inválido que vivía al frente del diario. El discapacitado se las traía: le gustaba ver cómo su mujer lo hacía con otro, aunque su enfermedad mantuviera su órgano sexual como una fruta de utilería. Para qué seguir. El tipo las hizo todas y súbitamente, seguramente después que su mujer se aburrió de amenazar y efectivamente se fue de la casa, sintió que Dios lo perdonaría si recitaba como loro la palabra sagrada.
Sigo por las sombras porteñas, ahora retomando mi análisis sobre las mujeres inteligentes. Cada vez que se produce una sintonía, una conexión, estando sobrios o ebrios, se enciende una alarma de felicidad, casi siempre acompañada, como reflejo, de las ganas de abrazar y besar. Pero uno no puede ser tan expresivo. No corresponde. Por eso prefiero acumular alarmas hasta que estallen y me sea imposible no manifestar lo que siento. Es una explosión racional, sin agitación, un temblor delirante que deja como residuo un estado de paz permanente. Y uno se va convenciendo de que es algo grande.
He llegado a casa. Me demoré largos minutos. Si es cierto lo que dicen, en este rato se registraron centenares de delitos en el país. Soy un sobreviviente.
Paul Auster
Las mujeres inteligentes enseñan a vivir y hacen sentir que uno tiene alma. Lo dijo Garcés en una columna en La Nación. Las sombras fatales de la noche porteña no me asustan ni apuran mis huesos. Me inyectan cordura, queman los mensajes que en algún momento puede haber situado la propaganda en mi mente. El miedo es el caldo de cultivo de sistemas represivos. No creo que la puerta giratoria se cierre con mano dura. Si admitiera lo que dicen Lavín o Piñera, compraría un arma y actuaría como si estuviera en las llamas del Medellín que describe Vallejo en sus novelas. También compraría una estampita para el corazón, por si es cierto que la Virgen desvía disparos.
“Nunca es tarde para recuperar la fe, Dani”, me decía siempre un reportero gráfico evangélico con quien compartía turnos de fin de semana en el diario. Se obsesionó con convertirme en su “hermano” desde una mañana en que, con una resaca del demonio, le dije que quizás me gustaría tomar menos alcohol. Me pilló volando bajo. El acoso bíblico concluyó cuando me llevó a un culto en el hotel que queda al lado del Teatro Municipal de Viña. Al notar que no tenía ningún reparo en ser la única persona que no coreaba ni seguía con aplausos los cantos de una banda de rock cristiano, este hombre, que juraba tener un link especial con Dios, desistió para siempre, sin que se perdiera la amistad. Cumplía con todos los requisitos del prototipo del evangélico cincuentón. Antes de encontrar la luz divina, como decía la Anita Reeves en “Amores de Mercado”, folló con cuanta hembra se le puso por delante, incluyendo la mujer de un inválido que vivía al frente del diario. El discapacitado se las traía: le gustaba ver cómo su mujer lo hacía con otro, aunque su enfermedad mantuviera su órgano sexual como una fruta de utilería. Para qué seguir. El tipo las hizo todas y súbitamente, seguramente después que su mujer se aburrió de amenazar y efectivamente se fue de la casa, sintió que Dios lo perdonaría si recitaba como loro la palabra sagrada.
Sigo por las sombras porteñas, ahora retomando mi análisis sobre las mujeres inteligentes. Cada vez que se produce una sintonía, una conexión, estando sobrios o ebrios, se enciende una alarma de felicidad, casi siempre acompañada, como reflejo, de las ganas de abrazar y besar. Pero uno no puede ser tan expresivo. No corresponde. Por eso prefiero acumular alarmas hasta que estallen y me sea imposible no manifestar lo que siento. Es una explosión racional, sin agitación, un temblor delirante que deja como residuo un estado de paz permanente. Y uno se va convenciendo de que es algo grande.
He llegado a casa. Me demoré largos minutos. Si es cierto lo que dicen, en este rato se registraron centenares de delitos en el país. Soy un sobreviviente.