Cada uno carga con sus propios mitos y miedos. A veces nunca se toma real conciencia de ellos. Llevo unas horas en el buque Aquiles de la Armada en dirección a Juan Fernández y ya confirmé uno de los míos: me mareo. La leyenda familiar dice que una vez había vomitado en un tranquilo viaje en lancha por la bahía de Valparaíso, avergonzando a todos y arruinando el paseo a una desconocida señora que iba sentada a mi lado. Tensión y caída. La montaña rusa se despliega en cámara lenta, eternamente, como si hubiera coimeado al encargado para que no me bajara del carro. Sigo el consejo de mi compañero y subo a cubierta, donde encuentro a unos quinceañeros tirando escupos como Di Caprio en Titanic, hipnotizados con las olas que la mole forma con la precisión y frecuencia de las piscinas de Disney.
En la entrada de un salón, me encuentro con Felipe Lamarca, presidente de la Sofofa cuando ninguno de sus miembros amaba a Ricardo Lagos y hoy flamante crítico del modelo económico. Al empresario no le gusta la desigualdad ni la concentración de riqueza. Me saluda amablemente y lo sigo por la posibilidad de una entrevista, pero me topo con un oficial que diplomáticamente me invita a salir. No todos pueden entrar.
Lamarca no es el único VIP a bordo. También viajan el senador Sergio Romero y el alcalde de Pudahuel. Mientras escucho que unos niños discuten sobre la existencia del Viejo Pascuero, con argumentos y turnos de un precoz banquete platónico, decido continuar mi recorrido por esta ciudad móvil, compuesta por 338 pasajeros y 135 funcionarios de la Armada.
El cabo Miguel Fica aprendió a cortar el pelo durante el servicio militar. Es un marino más, con funciones idénticas a sus colegas, pero también debe atender la peluquería. No aburre con filosofía barata y no se complica cuando tiene en el sillón a personajes como Nicolás Eyzaguirre, uno de los famosos que ha cambiado de look en el Aquiles.
En otro sector del piso, Juan Pablo Segovia se muere de calor preparando los 50 kilos de pan que diariamente necesita la tripulación. Con humildad de abuelita pastelera, dice que la receta es “hacerlo con harto cariño”.
Arrancamos de la temperatura y el hambre. Algunos pasajeros son estudiantes que se devuelven a la isla tras rendir sus exámenes. Felipe Paredes es uno de ellos. Pasó a tercer año de la carrera de Educación Física de la Universidad Andrés Bello, con notas que auguran que terminará en el plazo normal y podrá retornar, como añora, definitivamente a su casa.
Siguiendo los pasos de su padre, quien recibió una beca de Pinochet para cursar la Enseñanza Media en los Sagrados Corazones de Valparaíso, pisó el continente y se matriculó en el tradicional establecimiento de calle Independencia.
“Tenía 13 años y llegué a un mundo distinto, por la cantidad de gente y su dinámica. Yo no quería salir de la isla porque tenía un poco de miedo de fracasar en el continente. Me chocó al comienzo la agresividad que se ve en la vida diaria, desde que uno toma la micro. Por eso espero titularme y radicarme otra vez en la isla”, explica.
Felipe llegó a una residencial que el Gobierno había dispuesto especialmente para los isleños en el cerro Los Placeres. Allí se daban ánimo y se apoyaban cuando veían que alguno se bajoneaba más de la cuenta.
Se nota cuánto quiere su pedazo de tierra. Parece que es un signo de los habitantes de este sitio tan desconocido para el resto del país. Mónica Pérez, estudiante de la UPLA, lo sabe mejor que nadie. Hace un año realizó su práctica profesional en la isla, donde se enamoró de Daniel, un pescador que se gana la vida atrapando langostas y capturando vidriolas, semejantes al atún. Con optimismo, Mónica cuenta que lo viene a buscar.
“A mí me queda entregar la tesis. Me encantaría que nos quedáramos en Valparaíso. Me ha dicho que no quiere estar sin mí, así es que, aunque a priori no le guste mucho la idea de cambiarnos, espero convencerlo y cambiarnos”, dice con humor, anticipando que tendrá que ser paciente.
Si los piratas encontraron la isla tan cubierta de nubes como nosotros, deben haber concluido que era el sitio ideal para esconder el tesoro que afanosamente busca el norteamericano Bernard Kayser. Hasta el senador Romero se ofrece para tomar fotografías a los más chicos, mientras por los parlantes suena una presuntuosa gaita.
En pleno período de campaña, Juan Fernández debe ser uno de los pocos lugares donde no hay propaganda. La primera vuelta marcó un hito: es la única vez que ha vencido un candidato de la Concertación.
Don Victorio Bertullo, dentro de todas las funciones que cumple acá, es también “asesor electoral”, cuyo deber es velar porque todo funcione a la perfección en las dos mesas de la isla. “Aquí todo estuvo tranquilo, como siempre”, cuenta este hombre que perdió la elección de alcalde en 1992 por siete votos ante Leopoldo González, todavía firme como máxima autoridad.
Con mucha amabilidad, me presta uno de los computadores de la Casa de la Cultura, entidad que reúne a la biblioteca municipal y el museo. No es poca cosa. Los tres aparatos de la pequeña sala son los únicos de uso público con acceso a Internet que existen acá. Se reservan con días de anticipación. Intento ingresar al servicio Messenger para avisar que llegué sin problemas, pero la conexión tiene fallas. Me siento como Néstor Cantillana en la última parte de la película “Historias de Fútbol” de Andrés Wood, cuando se sube al techo de una casa chilota en medio de un gran temporal para mover la frágil antena que coge la señal del partido contra los alemanes en España 82’. Mi desesperación no da para tanto. Quizás me pesan las 28 horas de navegación.
El obrero Héctor Campos comparte unas cervezas con Hugo Arredondo, presidente del Sindicato de Pescadores, en el restorán Barón de Rodt. Con mi compañero Gustavo, reportero gráfico del diario, nos sentamos cerca de ellos. La dueña del local, prima de Hugo, se desvive por la larga mesa de pasajeros del Aquiles, descuidando al resto, incluidos nosotros, que no tenemos facha de autoridad ni gerentes.
Nos vamos con Héctor a una “picada”, definida así no tanto por sus precios, sino por la tranquilidad y atención. Por culpa de la escasez de transporte, reducido al viaje al pequeño “Navarino” una vez al mes, todo cuesta más caro. De entrada nos damos cuenta que estamos con un personaje especial.
-¿Y por qué te viniste a la isla, Héctor? ¿Algo especial?
-Salvando el culo, ¿te parece poco?
En “El Mirador de Selkirk”, la señora Julia nos trata como en casa. Tiene un cliente muy especial. William Bamond, ex combatiente de Vietnam, viajó desde Limache para conocer la isla. Su bisabuelo chileno, de apellido Bahamondes, se ganó la nacionalidad norteamericana defendiendo a ese país en su guerra con Cuba en 1898. Ingenioso, el ancestro adaptó su apellido para integrarse con propiedad al american way of life. Por este vínculo, Willy se vino el 71’. El gringo se las trae: vende dulces, produce miel y hasta trasquila a su jauría de perros y manda los pelos a una comunidad mapuche para que le hagan chalecos. Un artista. Incluso, trajo un disfraz de Viejo Pascuero para alegrar a los chicos de la isla. “Yo no vengo a vender, vengo a regalar”, nos dice al pasarnos unos exquisitos cuchuflí.
Héctor, algo así como nuestro Viernes siguiendo el referente de Defoe, nos guía por la noche isleña. Nos saltamos el matrimonio de Luis y Pamela, todo un acontecimiento para los habitantes, porque hay algunas personas con las que nuestro nuevo amigo no se lleva bien. El paraíso no existe. Luego de un recorrido por el cementerio, revisando con esfuerzo en el cerro contiguo los cañonazos del “Dresden”, buque alemán hundido en la Primera Guerra Mundial por el acorazado inglés “Kent”, nos devolvemos a la plaza y nos encontramos de nuevo con don Hugo, quien nos invita a su casa.
Me ofrezco a llevar la carretilla donde el pescador lleva mercadería. Mientras Héctor, Hugo y Gustavo conversan, pienso en lo desconocida que es la tragedia del Dresden para los chilenos, como si fuera muy rutinario participar como escenario neutral en un combate mundial.
Don Hugo es un anfitrión excepcional. En una foto colgada en el living, se le ve sonriendo delante de la torre de Pisa, viaje que hizo el año pasado. Ahora anda medio preocupado porque tiene un encargo de 300 langostas, equivalentes a 2 millones 500 mil pesos. Es un hombre sencillo, que no se marea en la costa ni cuando le va bien con su oficio.
“Aquí somos gente trabajadora. Nos gusta pasarlo bien, eso está claro, pero nos preocupamos de llevar un orden”, dice con orgullo. Héctor, que en un buen mes puede ganar 600 mil pesos en la construcción, asiente con respeto. Se nota que son buenos amigos, pese a que, entre talla y talla, se tiran palos. Después de comer y conversar un buen rato, nos acostamos porque al otro día nos espera una jornada de pesca.
Después de una buena “choca”, salimos a la mar. Cada bote tiene un número y se anota en las boyas que indican la ubicación de las trampas para langostas, ahorrándose líos de propiedad. Cuentas claras conservan la amistad. Como la corriente está fuerte, muchas boyas están hundidas, por lo que Hugo y su ayudante-compadre, con una memoria fotográfica, usan los cerros como referencia y las rescatan con un gancho.
El viaje es maravilloso. La dignidad de la pesca, el oficio que exige, alientan para no marearse. Gustavo se encarama como puede en el bote para tomar fotografías. Después de un rato, Hugo echa leña en un tarro y pone una oscura tetera. Celebramos la buena jornada comiendo langostas en el mismo bote, privilegio que muy pocos pueden contar. Después de algo así, se pierde el miedo al mareo de vuelta.