jueves, enero 10, 2008

FECU VIVENCIAL

La pirámide invertida me tiene podrido. Aquí se practica con rigor talibán. Con más de tres meses bajo riguroso régimen, mi mano ya se ha atrofiado. Las veces que se ha rebelado, la Stasi editorial ha caído encima con ridiculizaciones absurdas, aunque no al nivel del peorro ariqueño que alguna vez me preguntó seriamente si estaba loco. Mientras más aburrido, mejor. Cuanto más seco, mayor reconocimiento. Máximas tan ilógicas como la pesadilla de Maradona con la camiseta de Brasil. Lo malo es que, a ratos, me acostumbro a esta siesta de utilidades y pérdidas.
No quiero sucumbir. Si no escribo algo con sangre, mío, propio, con mi voz, sin blanqueos ni canibalismo metafórico, corro el riesgo de enmudecerme o convertirme en un juglar económico standard, como la mayoría que me rodea y no exterioriza ninguna incomodidad con ello. Venderme definitivamente. Ayer leí con mucha envidia el reportaje que publicó Luis Miranda sobre el pendejo que se deslizó por el pasto del Monumental y calzó justo con los flashes que inmortalizaron al equipo colocolino que ganó la Libertadores. Devoré cada línea. Necesito esa libertad, ese ímpetu que sólo se obtiene cuando uno realmente está haciendo lo que le gusta.
Sé que tampoco puede quejarme tanto porque mi trabajo también me entrega ciertas satisfacciones, más allá de lo económico. Sin embargo, no es suficiente, no me basta. Cuando me autoimpongo este argumento, casi siempre en el acalorado vagón de vuelta, inevitablemente siento que me estoy engañando con un truco fácil. Ya tengo 30 años. Algo tengo que hacer. En el último tiempo, he desmenuzado algunas historias que me pueden servir de escape. Algunas son autobiográficas, pero, hasta el momento, me parece que las otras son más atractivas o pueden prender más a quienes me interesa cautivar. Partiendo por mí.