viernes, diciembre 22, 2006

JAILBREAK





En primero medio, el profesor de Castellano, muy popular en el colegio por pichanguero y por prestar libros de Bukowski, me llamó en un recreo para conversar sobre algo que lo tenía muy preocupado. Me contó que mi viejo había conversado con él porque había visto un capítulo de Informe Especial sobre satanismo y notó que, dentro de los grupos rockeros que mencionaba el periodista, aparecían varios de los que yo tenía pegados en mi pieza, entre ellos, los australianos AC DC. Según el reportero, cualquiera que escuchara estas bandas era un potencial homicida o, al menos, participaba en ritos con gatos muertos e invocaciones al demonio. Mi padre, quizás temiendo que lo degollara, prefirió acudir al colegio, sin mencionar una sola palabra en la casa.
-Daniel, ¿qué te pasa con tu papá?
-Chucha, profe, la preguntita...
En ese tiempo no había celulares. Tampoco gastaba plata en ese maldito teléfono amarillo que se tragaba las monedas. Acumulé rabia todo el día. En la noche, apenas el católico de mi padre puso un pie en casa, armé el escándalo. Apelé incluso, como si pudiera entenderme, al famoso "secreto de camarín". Se lo traduje al clásico "la ropa sucia se lava en casa".
-¿Crees que soy satánico? ¿No te das cuenta del ridículo que hiciste? Tú, que eres tan preocupado de la familia, la has mostrado con todas sus pifias a un profesor que apenas me conoce. ¿ De verdad crees que soy satánico? ¿Eres estúpido?
No esperé respuesta. Me encerré en mi pieza y puse el Jailbreak ’74 en la casetera. Máximo volumen. Siempre me pareció Bon Scott mejor que Brian Johnson.

lunes, diciembre 11, 2006

MUERTE DE PINOCHET



El teléfono sonó mientras nos protegíamos del sol bajo una pasarela de la ruta 68, en el sector de La Aurora, muy cerca de Curacaví.
-El viejo murió, hermano.
Por años imaginé cómo sería el día que muriera Pinochet. Me sorprendió en un lugar inesperado: en medio de una carretera rodeada de una naturaleza imperturbable. El asado pasó a segundo plano. Lo único que me interesaba era sintonizar la Cooperativa. Me costaba admitir lo que había ocurrido, pese a que, por la edad del dictador, era algo plausible desde hacía tiempo. Como personaje político murió en Londres o quizás más tarde con el destape de las cuentas del Riggs, pero faltaba el desenlace físico. Navia dice que ha muerto el padre, nos guste o no esa calificación. Mientras viajábamos a la parcela, muy atento a los despachos desde el Hospital Militar, donde estaba mi amigo Gardilcic informando al país, revisaba mi historia personal con este mal padre. Me acordé de las protestas de los 80’. Mi rutina, casi todos los días, consistía en jugar un rato en los flippers y luego peregrinar por las distintas sedes de los partidos de la Concertación en busca de chapitas y posters. Bien equipados, sin dejar duda que fachos no éramos, nos ubicábamos en la calle Valparaíso, frente a los momios, escuchando brutalidades que más tarde pedía a mi papá que me explicara. También recordé la primera vez que fui al Cementerio de Santa Inés para un 11 de septiembre. Fui solo. En el primer pasaje compré un ejemplar de El Siglo al tipo que me indicó dónde quedaba la tumba de Allende. Me impactó el dolor de la gente. Tenía 15 años. Saludé de lejos a unos tipos que ubicaba del colegio, hijos de exiliados que se refugiaron en Alemania. Sin decirnos nada, nunca más tuve problemas con ellos. Me admitieron como uno de los suyos, algo nada fácil de encontrar en un lugar donde sobraban fanáticos de Pinochet y clasismo. Ser opositor al régimen no sólo equivalía a ser un comunista de mierda, sino también roto. A mi mamá varias veces le preguntaron por esta rareza de que su hijo mayor predicara pestes contra el salvador de la patria. No me crucificaban porque hasta en las mejores familias hay un pendejo excéntrico que disfruta con ser antagonista. Eso creían.
La música fue decisiva en esa época. En esos años, cada vez que se hablaba de política, aún siendo unos adolescentes, uno miraba con sospecha al interlocutor hasta descifrar si era pinochetista o no. Las discusiones, que no eran pocas, a veces se definían con chuchadas y patadas en vez de argumentos. Para tranquilizarnos, teníamos a Inti Illimani, Quilapayún o Sol y Lluvia.
A medida que avanzamos por el camino de tierra, ya a poca distancia de la parcela, me doy cuenta cuánto he cambiado. Me transformé junto con el país. Ya no volvería a tirar piedras afuera del Congreso ese 11 de marzo del ’98. Todo ha cambiado. Y con la muerte de Pinochet, espero que demos vuelta la página con madurez, entregando por fin una solución a las familias que aún no cierran su duelo.