Los trabajos voluntarios siempre se anuncian en paneles que separan pasillos universitarios. Los carteles se confunden con los avisos de arriendo de piezas y la programación del campeonato interno de baby-fútbol. A veces son tapados por alumnos que comparten un cigarrillo antes de entrar a clases o repasan materias con la falsa esperanza de retener en diez minutos lo que no aprendieron en una semana. Basta de excusas. Seré honesto: nunca miré ni siquiera de reojo el llamado a estos trabajos. Reconocía que se trataba de una actividad valiosa, pero jamás pensé en inscribirme, menos si coincidían con las sagradas vacaciones. Era una posibilidad tan lejana como tocar guitarra en la Pastoral Juvenil o colgarme un pañuelo scout en el cuello. Sentí una leve curiosidad cuando mi hermano regresó lleno de anécdotas de unos de estos peregrinajes. Se me quitó rápido.
Santa María
Estoy camino a Santa María, una comuna del valle del Aconcagua que conocen muy pocos. Queda a quince minutos de San Felipe y tiene cerca de 13 mil habitantes. Nunca pensé que participaría en estas obras universitarias. En el automóvil, muerto de frío, uno el concepto de “trabajo voluntario” con la sentencia judicial que reciben los conductores ebrios. El apellido “voluntario” es absolutamente artificial, fingido, absurdo como los personajes de Andrés Rillón. En mi caso sucede lo mismo, aunque asumo que también tiene algunas ventajas. Por fin podré ver en terreno cómo trabajan los muchachos, sin la música de fondo ni los libretos lacrimógenos de los noticieros. Empirismo puro.
Santa María no es como el pueblo ficticio de Juan Carlos Onetti. El nombre es sólo una coincidencia. Aquí no escucharé gritos tan eufóricos como los rioplatenses. La tranquilidad provinciana se desparrama por todos lados, contagiando hasta a los perros, que apenas se mueven ante el forastero. Los quiltros miran y se van. No confiaría mi casa a sus servicios de vigilancia. Seguro se venden por huesos de cazuelas añejas. Por lo que cuentan, no es necesario protegerse, porque casi no hay delincuencia. Dos bicicletas abandonadas afuera del único almacén cercano a la plaza confirman que he llegado a un sitio distinto. Si se hace una comparación proporcional, aquí se usa la bicicleta tanto como en Shangai. La gente pedalea lento, atenta a soltar el manubrio cada vez que aparece un conocido.
Los jóvenes, convocados por la Federación de Estudiantes de la Universidad Federico Santa María (USM), están alojando en el Liceo Darío Salas. Antes de dirigirme allá, busco alguna tienda donde vendan sacos de dormir. En mi casa desaparecieron y no alcancé a conseguir uno. No hay tiendas con esos artículos. Después veré cómo me las arreglo.
En el liceo me recibe una canción del grupo argentino Miranda, cuyas canciones fusionan letras chulas, ritmos ochenteros y algunas cosas electrónicas. Buena música para despertar, te guste o no. Sentado en el patio, enciendo el primer cigarrillo y me entretengo viendo como zombies delgados y chascones chocan con el frío antes de entrar a la ducha. El sol miente con su luz. No calienta a nadie. Por herencia familiar, el pecho se me aprieta más de lo normal con temperaturas extremas, igual que cuando tengo alguna preocupación. Mi vieja me dijo una vez que esta molestia se llamaba angina. Antes que la opresión se vuelva más aguda, entro a una sala y pregunto por Nicolás Faúndez, vicepresidente de la Federación. Junto con Lisette Cerda y Pablo Carrasco, se encarga de ordenar las cinco cuadrillas de trabajo, conformadas no sólo por alumnos de la USM, sino también de la Católica, Valparaíso y otras universidades del país. En total, son 60 jóvenes que martillarán durante una semana para arreglar las viviendas de las familias más pobres de Santa María.
EstrellasLa camioneta está a punto de partir. Me uno a la cuadrilla sin presentarme, como si fuera un alumno rezagado. No quiero que me vean como un infiltrado delator o algo así. Quiero que se desenvuelvan naturalmente, sin caretas ni modales de Oxford. El arriendo del vehículo les costó 147 mil pesos por toda la semana. Supongo que la empresa contará con seguro. Vamos apretados en la cabina, codeándonos con tablas de zinc, maderas y herramientas. El viento nos recuerda con furia que estamos a los pies de la cordillera.
La señora Hilda Quezada abre con amabilidad la puerta de su rancho. Se nota su felicidad por la pronta instalación de su techo. Desde hace ocho años duerme mirando las estrellas. Antes que se le desprendiera la retina, se entretenía formando figuras en el cielo, alentada por el tango de su radio a pilas. Ahora ve poco. Si se agotan las pilas, imagina la voz del cantante Guillermo Carvel, con quien compartió una vez en Santiago. En una de las frágiles paredes de la pieza sobresale un afiche donde aparece Carvel engominado y abajo se lee “para Hilda, con todo mi cariño”. Es su tesoro.
Vive de los 80 mil pesos que recibe de su pensión. Hace algún tiempo, mientras hacía un trámite en el Registro Civil, consultó si su marido, quien la había abandonado hace años, seguía vivo. El roto, como lo llama ella, había fallecido.
-De esa plata, me quedan 50 al mes, porque antes pedí un préstamo. No ando muy bien. No puedo agacharme ni hacer fuerza. Me duele el pecho si camino una cuadra. Antes me bañaba con agua helada, ahora caliento una ollita, porque yo no soy cochina.
Hilda tiene buen humor. Para protegerse de la lluvia, se cubre con un nylon que no llega a sus pies. Con todos sus problemas de salud, cuesta comprender cómo ha soportado los temporales, que suelen ser implacables en el sector.
-Ahora ni viento me entrará. Estoy muy agradecida de lo que están haciendo estos niños, de manera tan generosa, sacrificando sus propias vacaciones.
Valerio Vásquez ya egresó de Construcción Civil de la USM. Se titula en estos días. Se traslada dando saltos, porque ayer sufrió un esguince en el pie. El yeso pesa bastante, pero no le quita el entusiasmo por ayudar a sus compañeros. Obviamente, es el regalón de la señora Hilda.
-En el hospital me dijeron que tenía para una semana. Metí el pie en un hoyo que era imposible de ver. Me prestaron una zapatilla de levantar para apoyar el pie y aquí estoy.
Es tiempo de visitar otra cuadrilla. Me siento nuevamente en cabina, esta vez junto a unos niños que son las promesas del Club Las Higueras. El fútbol prende en la zona. Los lugareños están más interesados en las acusaciones en contra el presidente de la liga local que en las denuncias de Evelyn Matthei o las cuentas del MOP. Los panfletos contra la corrupción del balompié sanmaritano se reparten en todas las esquinas. Uno de los chicos, centrodelantero con personalidad y buen definidor según su amigo-manager, se divierte con el megáfono y lanza chistes a cuanta persona se cruza en la carretera. Mientras tanto, miro los campos, retrocediendo en el tiempo con el fin de visualizar cómo hace 120 años el cólera casi extermina al pueblo completo.
En un pequeño cerro, la cuadrilla completa cuelga de las débiles maderas que alguna vez sostuvieron un techo, bajo la atenta mirada del matrimonio compuesto por Marcela Galdames y Edison López, pareja a la que el municipio cedió la abandonada vivienda. Karen Welte, alumna de Administración de Negocios Internacionales de la Universidad de Valparaíso, no se asusta cuando uno de sus compañeros descubre un nido de avispas. Sus colores engañan. Demuestra que no hay que vestir de negro ni usar peinados raros para que no entren balas. No se inmuta con el vuelo de las chaquetas amarillas, famosas por sus mordeduras. Ella martilla como si nada, al mismo tiempo que yo arranco lo más discretamente posible hacia el matrimonio. La cesantía los tenía derrumbados, sin mayor anhelo que cerrar rápido el día, hasta que les avisaron de la entrega de la casa. Su hijo Edison es el más contento, porque tendrá una pieza para él solo. Los estudiantes esperan terminar luego los arreglos estructurales, pues también deben instalar los circuitos eléctricos. Se ve uno que otro cable, pero penden como lianas inservibles, incapaces de resistir un voltio. Marcela ofrece un vaso de jugo.
-Cuando llegamos, ya estaban trabajando. Han sido muy amorosos. Estábamos viviendo los tres en la pieza de una prima y necesitábamos nuestro espacio. Después queremos cerrar, porque se mete gente de afuera y saca las plantas.
Decido caminar hasta la próxima cuadrilla. La mirada de Marcela permanece en mí. No olvidaré su incredulidad, la manera en que observaba cómo se iba armando su casita y quizás recurra a ella en cada ocasión que me desanime o me sienta abrumado.
En la casa siguiente, un pastor alemán tuerto sale a saludarme. Su nombre es “Niño” y perdió su ojo derecho cuando era cachorro, tras contraer una fuerte infección. Está acostumbrado al cruce de sombras, a menos que sepa el sendero de memoria, como los hombres que se afeitan sin mirarse al espejo.
Tengo hambre. Como sólo he ayudado a ratos y mi cara no es conocida, no tengo derecho a consultar sobre el almuerzo. Veo que hay hamburguesas y papas en una caja.
-¿Ustedes comen poquito?
La pregunta de la dueña de casa, María Elena Vivanco, es válida. Se ve que la comida no alcanza para todos. No se complica: de su despensa, custodiada por el tuerto, saca algo para agregar a la mesa. El perro ladra como si el nuevo techo no lo beneficiara.
Incendio
Hace poco más de un mes, la familia de Fresia Tapia se juntó en la casa de su hija para ver el decisivo partido de la “Rojita” Sub-20 frente a Holanda. Nadie escuchó el silbato final. A los pocos minutos del segundo tiempo, cuando a Matías Fernández no le llegaba ninguna pelota en el mediocampo, sintieron el humo que provenía de la casa de Fresia. No alcanzaron a salvar nada. La eliminación del mundial pasó a segundo plano.
-Fue terrible. Por eso agradezco tanto que estos niños me estén construyendo esta mediagua. La idea es ir ampliándola de a poquito, porque el incendio se llevó todo.
Fresia todavía está con problemas de presión producto del susto. José Galleguillos, alumno del Plan Común de Ingeniería de la USM, entiende de mediaguas. Aprendió en Alto Hospicio, colaborando en la campaña “Un techo para Chile”.
-Esas son más fáciles de armar. Aquí tenemos que hacer los paneles, medir las vigas, poner el piso. Es otra cosa. Pero lo haremos como sea.
Su alegría no decae en la tarde. Luego de comer en el casino del Liceo Darío Salas junto al resto de los voluntarios, se integra a una exposición que los alumnos de Medicina ofrecen a los pobladores. Se habla de higiene corporal, planificación familiar y enfermedades venéreas. Juan Andrés, de la Andrés Bello de Santiago, mostró un terrorífico set de fotografías con enfermos de sífilis. ¡Cómo debe haber sufrido Gustavo Adolfo Bécquer! Miro las primeras y luego me tapo los ojos, con ganas de arrebatarle el control remoto del data show.
Hace frío. No tengo saco de dormir. Salgo del liceo en busca de alguna residencial o una casa donde arrienden piezas. Arranco de la única que encuentro. La familia era tan espantosa como la de Nino Manfredi en “Feos, Sucios y Malos” de Scola. En el liceo, Lisette me entrega un saco que sobra. Salvadito. Desmiento el mayor de los mitos de este tipo de trabajos. No hay borrachos. Algunos compraron unas cajas de vino y entonan canciones de fogata, partiendo por Sui Generis y Silvio Rodríguez, pero se acuestan relativamente temprano, sin hacer alborotos ni molestar a nadie. Hay que guardar energías para mañana.