EL CURA DE LAS NUBES
El padre Adolfo nos visitaba todos los fines de semana. Era raro compartir con él todas las semanas. Si se considera el fracaso matrimonial de mis padres, no entiendo que le habrán visto en su momento al cura que los bendijo. Era tan culto como amargo. Cada cierto tiempo, quizás sábado por medio, concluía que, si me hubieran metido al colegio de curas donde hacía clases, no habría sido tan travieso y callejero. Más lo odiaba. La hora del té se hacía eterna, quedábamos prisioneros al largo mantel repleto de dulces y cosas ricas. El sacerdote comía lento, haciendo muchas pausas para dar sus intervenciones filosóficas o felicitar a mi mamá por su buena mano. Yo no lo escuchaba. Lo único que importaba era retornar rápido a la pieza para ver los concursos chantas de Don Francisco, ojalá tras encontrar en el closet de mi vieja el chocolate Shane Nuss que sagradamente traía el cura. Era el desafío semanal. Si no lo encontraba, desprogramaba el televisor como desquite. Esa revancha se acabó la noche en que, frente al técnico que siempre iba, a la hora que fuera, a arreglar el artefacto, mi vieja me puso una vela encendida bajo las manos y me hizo jurar que nunca más apretaría las teclas de la vieja Sony.
Una tarde lluviosa, mi viejo con el cura salieron a la calle con dos vasos. Los seguí con curiosidad, sobre todo por verlos sin paraguas. Se asomaron un poco, sólo hasta que se llenaron los vasos. Luego, en el living, tomaron el agua. Impertinente como siempre, les dije que era asqueroso lo que estaban haciendo. Mi argumento era simple: si las nubes se alimentan de toda agua que hay en la superficie, es posible que gran parte del líquido, tomando en cuenta que vivíamos en la avenida Libertad, proviniera del estero Marga Marga. En otras palabras: estaban tragando mierda. Con risa condescendiente, al menos no pedófila, el padre Adolfo me explicó que existía un proceso de condensación que purificaba el agua. Nunca olvidé sus palabras.
¡Qué enorme facultad! Purificar. En términos futbolísticos, representa esa pelota que tiran larga, entre perdida e inalcanzable, generalmente el despeje de un defensa tronco, que uno logra controlar para enganchar a tiempo y dejar tirado al defensa. En términos laborales, sería absorber la intriga, la insidia y la frescura imperante con pulmones full equipo, capaces de escupir los gérmenes como el negro gigante de “Milagros Inesperados”. Absorber para limpiarse uno mismo. La acción de absorber es involuntaria, un acto reflejo producto de las limitaciones de un cargo que no da mayor atribución que el simple y humillante “sí, como usted diga”. He aprendido a absorber, quizás no tanto por afán purificador. Si se puede, mejor; pero lo que realmente me interesa es moverme con el instinto de Corleone, olfateando de cerca al tipo que me quiere cagar. Por algo no estudié en colegio de curas. Con el tiempo, se aprende a dominar la ira y uno disfruta de su racionalismo, sobre todo si antes arrastraba un historial de pataletas y arranques histéricos. Lamentablemente, lo digo con mucho dolor, en ocasiones, a pesar de los estímulos maravillosos que uno recibe fuera del trabajo, resulta imposible dominarse. La mala leche del resto, tan ajena a nuestro modo de ser, nos imposibilita, nos hace vegetar hasta que una explosión desahoga y recompone todo. Por más que uno se desquite con elementos inanimados, ya sea puteando a la hinchada de la UC por cómoda o criticando furiosamente la película de un director japonés sobrevalorado, alguien termina viéndose afectado por malas vibras que uno heredó de manera injusta por personas que no nos aprecian o ni siquiera nos conocen. Por eso el milagro de las nubes es más especial de lo que creía el Padre Adolfo. Cuando purifican, lloran. Si están molestas, gritan con truenos.