CHAU FERROCARRIL
La banda de la Armada retumba en la Estación Puerto. La marcha imperial de "La Guerra de las Galaxias" acompaña el ingreso de quienes vienen a despedir al ferrocarril. A lo lejos, se escucha un pito. Al intendente Luis Guastavino le queda aire en los pulmones, aunque se pone más colorado que de costumbre. Simulando ser inspector del tren, anuncia que se cerrarán las puertas del último viaje. Nadie quiere quedar afuera. Cerca de 600 personas se reparten en los carros, apurándose para quedar junto a las ventanas, porque todas saben lo incómodo que es estirar el cuello desde el pasillo. Pocas veces se tiene la oportunidad de ingresar a la historia, de estar consciente que se está participando en algo trascendente, irrepetible, único.
Hay un vagón especial para las autoridades y la prensa. En esos sitios se pierde espontaneidad. Son como la primera clase del Titanic. La fiesta se vive más atrás, en los carros donde va la gente común y corriente. Una señora que lleva una bandera chilena nos apuesta que aquí lo vamos a pasar mejor. Seguro. Pensó en traer huevos duros, pero dice que le faltó tiempo en la mañana para prepararlos.
En el asiento del lado, Lillian Jorquera sostiene varias copias del poema que escribió para agradecer todo lo que el ferrocarril le ha dado. No es poco. Su padre fue jefe de conservación en La Calera. A menudo lo seguía al trabajo para jugar en las cabinas e imaginar que era capaz de arrastrarse velozmente por los rieles. Quería atravesar los cerros, cruzar los riachuelos, conocer estaciones infinitas, saludar a la gente que salía a su paso. El destino quiso que se casara con un maquinista. Cuando le pidieron que hiciera un poema para la ceremonia, cerró un instante los ojos, revisó su disco duro, escogió los capítulos necesarios y se sentó en el comedor. Los versos salieron en diez minutos.
Los miembros del grupo "Nostalgia Porteña", se afirman como pueden para entonar "La Joya del Pacífico", ubicándose algunos en los peldaños de las puertas y otros colgándose de los fierros. Atentos al vals, siguiendo el compás con las palmas, nos encontramos de sorpresa con el nuevo "X Trípolis" en el riel del frente. Da la sensación de estar frente a un espejo, sólo que, en vez de vernos más viejos, como le ocurre a la mayoría al notar arrugas en la frente o una "pata de gallo", nos sentimos más jóvenes y vigorosos. La máquina se mueve a la misma velocidad que la nuestra, pero, al poco rato, presume de sus condiciones y apura la carrera, relegándonos varios metros. Quiere justificar su existencia, demostrar que el progreso siempre se impone a la nostalgia. Un niño se acerca a la ventana y le pregunta al papá por qué el tren nuevo está vacío y sólo se ven algunos notebooks sobre algunas improvisadas mesas. El adulto le responde que es el futuro que nos viene a buscar, utilizando un tono algo quejumbroso, de poca resignación.
Olor a huevo duro. Una señora los reparte en una bandeja. En todas las estaciones hay homenajes, canciones y pañuelos. En la estación Chorrillos, un sacerdote bendice a los pasajeros desde el andén, con rostro ceremonioso, regalando sólo un atisbo de sonrisa.
¡Padre, bendiga a esta pecadora!, le grita una mujer para burlarse de la amiga sentada a su lado. El cura no entiende, pero en el vagón se ríen todos. Un universitario dice que el viaje se parece al recorrido que hace la selección de fútbol desde Juan Pinto Durán hasta el Estadio Nacional. Tiene razón, quizás con la aclaración de que aquí no hay cracks. El tren es el ídolo que se despide después de una larga carrera de 30 años entre Valparaíso y Limache. Si bien en todas las estaciones hubo festejos, lejos el más entusiasta fue en Villa Alemana. De la escalera telescópica de Bomberos se sostienen banderas chilenas, como si quisieran armar una ramada que cubra a los huasos que levantan polvo en la vieja estación.
Los pañuelos vuelan, mientras la gente contempla el tren por última vez. Hay personas que tiene la imaginación para dar mil categorías de un color: verde mar, verde musgo, verde melón, verde esmeralda, etcétera.
El celeste del último tren sólo puede definirse con el adjetivo con el que todos recuerdan a Pezoa Véliz: mustio. De verdad se ve triste, a menos que el adiós en Limache nos haya bajoneado más de la cuenta. En un rincón, muy quitado de bulla, sentado sobre una piedra, un hombre reflexiona junto a dos copas de champaña que le quitó al estresado garzón que reparte entre el público. Nos acercamos. Levanta la vista y se excusa de hablar porque dice que siente pena por el fin del tren.