martes, marzo 28, 2006

FAKIR SIN CLAVOS

Ya han pasado dos semanas desde mi arribo a la capital. Tengo novedades. Me he convertido en fakir. No encanto culebras ni me acuesto sobre clavos, sólo duermo en el piso de un generoso living que conseguí gracias a mi falta de vergüenza. Dentro del saco de dormir he puesto dos cojines delgados de uno de los supermercados de Paulman, justo a la altura de la cintura, porque, algún día, ojalá no tan lejano, quiero volver a jugar fútbol y no me ayudaría sufrir lumbago crónico. Tampoco es para tanto. De hecho, todo lo que estoy haciendo, aperrando como puedo, me hace sentir muy bien, satisfecho, quizás hasta orgulloso.
Esta semana se tendría que concretar el salto profesional que necesito. No quiero adelantar nada por ahora. He ido superando las vallas de selección con una facilidad asombrosa, sin nervios, algo que me convence que el destino, tal como otras veces me hundió en trances incómodos, tiene hoy el antojo de verme bien, como creo que me merezco hace rato.
Lo mejor de todo es que me siento muy limpio para empezar esta nueva etapa, independiente si esta chance se finiquita favorablemente o no. En “Siempre es hoy”, Cerati dice que en sus sueños nunca pierde la oportunidad. Siempre es winner. A mí me pasaba lo mismo. Por las noches, con la careta del inconsciente, no despilfarraba ninguna posibilidad, adivinaba las inquietudes del resto, me anticipaba a todo. Ahora lo estoy poniendo en práctica. Esta sensación ha sido tan fuerte por estos días, que he experimentado dejà vu con una frecuencia inusitada, como si fueran la confirmación del libreto que mi inconsciente, con todas sus trancas y miedos, me leía por las noches. Tal como el niño reconoce con alegría la música de Mozart que su madre le entregaba cuando lo tenía en su vientre, sin entender el origen de ese gusto, me he sentido muy familiarizado con mi nueva realidad. Las actuales melodías me parecen muy cercanas, casi puedo tararearlas al mismo tiempo que las voy conociendo. Es curioso que yo mismo haya alimentado esta sensación a través de mis sueños. No vivo en Matrix para dudar que alguien me tenga programado.

miércoles, marzo 22, 2006

SOBREDOSIS DE TV

Estaba en la sala de prensa del Congreso Nacional. Toda la tropa que compone Anatel local, como en el diario decimos a los corresponsales televisivos que se ponen de acuerdo para tener las mismas imágenes y cuñas, imponiendo la flojera sobre la ética profesional, me ignoraron como siempre, salvo un par de camarógrafos que no se creen el cuento. Me encerré en un diminuto despacho, ahogado por la rutina. Faltaba como media hora para que Cheyre saliera de su reunión con los diputados, tiempo suficiente para abrir el Messenger y pelar el cable con los amigos.
Me encontré con un colega que conocí hace cuatros años, cuando realicé mi práctica profesional en un canal santiaguino. Fui directo al grano. Loco, me quiero largar del diario. Así, gracias al chat que tantos condenan por inútil, conseguí pega en un programa matinal. Seguí en el diario porteño hasta el cambio de mando y al otro día me trasladé a la capital, alojando en la casa de un compañero de colegio. Me convertí en un homeless. No tengo residencia en ninguna parte. Abandoné el departamento en el Cerro Alegre y aquí bolseo hasta consolidarme un poco. Por suerte, mi compadre, que es un santo, me dijo que me quedara lo que quisiera. Él sabe perfectamente que no desprecio ese tipo de ofertas y que me las tomo en serio. En una palabra: cooperó. De todas formas, como no soy tan canalla, espero encontrar pronto algo cómodo y barato. No quiero arriesgarme y convivir con desconocidos. De eso, ya tengo suficiente experiencia.
Me he acostumbrado a despertarme a las 4 de la mañana. Como siempre he dormido mal, la modorra es un enemigo conocido, nada que no pueda superar con música y café. Sí, lo confieso, reincidí en el café. Es mi droga. No puedo hacer nada contra eso, menos ahora, que debo estar prendido para funcionar dentro un esquema que recién estoy comenzando a dominar, aprendiendo sobre la marcha. El grupo es simpático y sencillo. Como el programa sale al aire minutos antes de las seis, nunca lo había sintonizado. Quizás por eso el primer día me sentí un poco raro, al verlo por primera vez desde dentro, no como espectador, teniendo la posibilidad de intervenir cuantas veces quisiera a través del sonopronter. Ya han pasado varios días y me siento muy bien. Además estoy postulando a otras pegas para tener las lucas suficientes para establecerme acá con la Pina. Estoy muy optimista. A los fantasmas del pasado, convencidos como los de Rulfo que todavía están vivos, los aniquilé para siempre. Si se asoman en mi mente, atravesando mi inconciente con algún truco jedi o intentando acoplarse otra vez a mi vida como sucios polizontes, los despejo con la furia del “Ligua” Puebla cuando reventaba la pelota fuera del estadio, a veces con jugador y todo. No es un logro menor. No ha sido fácil deshacerme de cargas, frustraciones o penas anteriores, acumuladas como las chatarras de los corrales municipales. Uno sabe que son latas, vestigios de algo que no funciona o ya ni siquiera existe, pero, físicamente, están presentes y no pasa mucho rato antes que subliminalmente echen a andar los motores en la cabeza. Chatarras laborales, familiares, afectivas se hacen carne cruda, roja hasta el desangramiento. Ahí está al avance: ahora nunca me olvido que son chatarra.
No podía seguir marginándome por trancas. Marginarse. Es un concepto amplio, tal vez muy unido al “arrendarse” que algunos no le entendieron o no le quisieron entender a Fuguet en su película. Cualquiera puede ser un outsider. No necesariamente tienes que ser como los pendejos de la cinta de Coppola, todos pobres, huérfanos y buenos para los combos. Nuestro país está lleno de tipos que juegan a ser malditos, posando como mártires del sistema, pero, finalmente, son una mala copia de la derrota. Son parte de lo que tanto detestan. Yo soy parte del sistema. Siempre lo he sido, a pesar de que me repugna. Prefiero no engañarme. Lo reconozco sin complejos. Sin embargo, hasta ahora, había optado por marginarme del centro del sistema. No sé si me explico bien. Me sentía como outsider, aunque viva estrangulado por las cuentas del banco y las casas comerciales. Puesto de esa manera, parezco un consumidor compulsivo con delirios de marginalidad. No lo soy. Por gente cobarde y egoísta, caí en esa situación que, si bien ya no me acongoja por el estado de optimismo en que me encuentro, de vez en cuando saca sus garras para sacudirme un poco y a la vez recordarme que sigo siendo un esclavo, por más que mi alma se siga sintiendo libre y soñadora. Afortunadamente, el alma es lo que vale. El resto es relleno. Vamos que se puede, carajo.

sábado, marzo 11, 2006

CAMBIO DE MANDO



Que jurara o prometiera era lo de menos. La ansiedad por presenciar un hito republicano abstraía de detalles de fe. Tras firmar las tres copias del decreto que oficializó el cambio de mando, Michelle Bachelet se dispuso a recibir la banda presidencial de manos de Eduardo Frei, presidente del Senado. Luego, Ricardo Lagos le agregó la piocha de O´Higgins, réplica de la desaparecida durante el bombardeo a La Moneda. Un abrazo fraterno entre Bachelet y Lagos, más largo de lo protocolar, selló el comienzo de una nueva era. Por primera vez, una mujer dirige el destino de Chile.
aplausos
11.30 horas. El Salón de Honor del Congreso Nacional parece un patio escolar. Sergio del Campo, edecán del Senado, es el único que mira insistentemente el reloj. Al centro del hemiciclo, los invitados se saludan relajadamente. Patricio Aylwin acapara abrazos y sonrisas, seguido por Frei, feliz con su nominación como presidente de la Cámara Alta. En las tribunas, los centenares de reporteros, provenientes de todo el mundo, se pelean la mejor ubicación, desesperando a los carabineros que privilegian la vista de los invitados especiales, sentados cómodamente. La asistencia de 1200 personas desborda el recinto tal como se pronosticó, pese al esmero de los organizadores. Diez minutos más tarde, la comitiva de automóviles Peugeot que transporta a Bachelet arriba a la avenida Pedro Montt, mientras Lagos espera en una sala contigua que todos estén en sus asientos para ingresar solemnemente. En otra, más lejana, la secretaria de Estado norteamericana Condoleeza Rice recibe un charango que Evo Morales le trajo de regalo.
A las 11.50, todo está en orden. El mandatario venezolano Hugo Chávez, situado en primera fila, no siente el perfume de Rice, elegante y compuesta, tres corridas más atrás.
Cinco minutos más tarde, con la puntualidad de siempre, Ricardo Lagos ingresa al salón. La ovación es tremenda. Muchos periodistas se olvidan sanamente de la objetividad, de la credencial que cuelgan en el cuello, y aplauden con entusiasmo. Francisco Vidal, ministro del Interior saliente, hurga en su bolsillo hasta encontrar uno de los pañuelos que anunció que portaría para secarse las lágrimas por la despedida. Los aplausos no cesan. Pasan minutos, sin que nadie se altere por la falta de formalidad, que incluye cánticos sacados de los estadios. "Olé, olé, olé, Lagos, Lagos", se escucha con fuerza. A segundos de convertirse otra vez en ciudadano, Lagos levanta sus manos con la seriedad y sobriedad de estos seis años. Contiene la emoción al mirar hacia las tribunas que lo felicitan. Hace seis años llegaba, ahora se va. Imposible no sentir nostalgia. Nadie es de hierro, aunque por su carácter lo parezca.
INGRESA BACHELET
La misma ovación recibe minutos más tarde a Michelle Bachelet, tras recibir la solicitud formal del secretario del Senado para que se integre a la ceremonia. La doctora socialista viste un vestido blanco, tan albo como las sábanas de los comerciales de detergentes, escogido especialmente para que resalte la banda presidencial. Agita su mano derecha. Se la lleva al corazón. Los aplausos de nuevo persisten por largos minutos. Sentada, con rostro relajado y sonriente, indica a Lagos dónde están ubicados su madre y sus tres hijos. Sebastián Dávalos, el mayor, tiene una humita que no tiene nada que envidiar a las que usa Luis Riveros, recién renunciado rector de la Universidad de Chile.
El intermedio entre la firma del decreto y la entrega de la banda presidencial es el único momento de silencio. Bachelet aprovecha de identificar a gente en la tribuna y la saluda con alegría. "Te amamos, Michelle", grita alguien. Ella responde llevándose otra vez la mano al corazón, que late fuerte como el de todos. Lejos la firma más rápida es la de Antonio Leal, presidente de la Cámara de Diputados.
A las 12.20, Chile ya tiene Presidenta. La emoción se siente fuertemente, sobre todo al iniciarse la interpretación del Himno Nacional. Lagos, acompañado de su esposa y sus ministros, abandona el Salón de Honor. Algunos miembros del gabinete se abrazan, quizás por la satisfacción de una misión que creen cumplida.
Andrés Zaldívar, ministro del Interior, es el primero en pararse frente a la flamante mandataria. A continuación, sus colegas se van formando en una hilera que evidencia la paridad de género que todo el mundo celebra. La más popular es la actriz Paulina Urrutia, a cargo de la cartera de Cultura, muy conocida por su participación en teleseries y su anterior rol sindical. En cada firma, Bachelet se ve obligada a estirarse un poco hacia adelante, incomodándose un poco con la banda presidencial. Gracias a la ayuda del edecán del Senado, se la coloca otra vez a su gusto.
Han pasado 45 minutos. Pocos se han dado cuenta. Ha sido una ceremonia tan breve como emocionante.
Chile no es el mismo de hace seis años. Es cierto. Hubo cambios profundos en materia cultural, social y económica. También muchos problemas y contratiempos. Ahora vienen cuatro años con un nuevo estilo, desconocido para los chilenos. Tiempo de mujer.

domingo, marzo 05, 2006

QUE OTRO MUERDA EL POLVO

En noviembre se cumplen 15 años de la muerte de un grande, de la mejor voz que he escuchado en mi vida: Freddie Mercury. Estoy sentado en la sala de crónica, desierta como todo domingo a la hora de almuerzo. Cierro los ojos y subo el volumen de Bohemian Raphsody. Algunos dicen que Yesterday de Mc Cartney es la canción más popular de la historia, alentados por el número de covers que ha originado. Ese fue el criterio que se impuso cuando los británicos escogieron el tema del siglo, ubicando la magnífica obra de Mercury en segundo lugar. Las dos fueron catalogadas como composiciones cumbres, pero seguramente un baboso de las estadísticas sacó ese dato para definir al ganador. Yo utilizo la misma información con sentido inverso. El hecho que sea inimitable, única, que sólo Mercury pueda cantarla, le concede el titulo. I´m sorry, Sir Paul.

¡Cuántos años han pasado desde su muerte! Todavía me duele. Fue la primera vez que odié el Sida, maldita enfermedad, que hasta ahí sólo asociaba a Rock Hudson. Iba en octavo básico. Días después de su muerte, conversando de música en el barrio, alguien se burló del destino de Mercury y remató con “igual no cantaba tan bien, el maricón culiado”. Ni siquiera hablé. Me acerqué y pegué el combo. Después vinieron un montón de empujones y chuchadas.

-¿Tanto te gustaba el maricón, concha de tu madre? ¿No serás hueco también?


Típica pelea de adolescentes mal criados. A mis ídolos nadie los basureaba en mi cara. En esos años, sin internet, la información llegaba sólo a través de revistas especializadas que uno compraba en la calle Valparaíso. Si no alcanzaba la plata, había unas más baratas en la feria de artesanía, que casi siempre incluían cancioneros y acordes para guitarra. Ahí compré una de Queen. Así me enteré que Freddie Mercury se llamaba Farooksh Bulsara y era africano. Estudió diseño gráfico en Inglaterra, alcanzando a trabajar en algunos diarios. Me cuesta imaginarlo soportando los absorbentes horarios de la prensa. Un ser tan libertario como él no podía aguantar mucho. Quizás renunció un domingo antes de comenzar la leyenda.

jueves, marzo 02, 2006

COFFEE-BREAK

He decidido no consumir más café. Es mi peor droga. Recuerdo perfectamente cuando partió la adicción. Un sábado por la tarde, muy agotado después de un partido de fútbol en mi colegio, llegó un vecino a mi casa para invitarme a jugar con los del suyo al Sporting. Le expliqué que estaba raja. Por ese tiempo, habían detectado con doping a un jugador que los dos admirábamos: el argentino Gerardo Manuel Reinoso. Según los diarios, había ingerido una dosis desmesurada de cafeína. Las notas incluían explicaciones sobre las ventajas físicas que se alcanzan al superar un límite de tazas.

-Huevón, toma un buen tazón de café y vamos.

Le costó convencerme. Hasta ese momento, asociaba el café al desvelo de la Teletón y las aburridas conversaciones de mi familia después de misa en la Iglesia Ortodoxa. Mientras el resto tomaba café, con mi hermano asaltábamos a Elías, el mayordomo del Padre Stavros, en la cocina, arrasando con las galletas. Elías, de vez en cuando, iba a mi casa a hacer aseo. Era nuestro aliado contra las viejas árabes que comían las golosinas incluso con mayor ansiedad que nosotros, que éramos unos pendejos guatones y revoltosos.
Me tomé el tazón y partimos. No recuerdo la cantidad de goles que hice. Lo único que tengo grabado es la furia en el rostro de un pelotudo del Francés que se creía bueno y no salvaba a nadie. Me salió todo. Me devolvía contra mi arco para tirar túneles a los rivales. Mi amigo, que también aplicó la dosis de café, jugó muy bien. Habíamos encontrado el brebaje que buscábamos: nos inspiraba y no nos cansaba. El efecto placebo fue inmediato. También la dependencia. No le contamos a nadie por temor a que otros mejoraran tanto como nosotros. Plena pubertad. Nos sentíamos tan indestructibles, que nos atrevíamos a dar ventaja al resto. Se hizo muy frecuente un diálogo en el círculo central, antes de iniciar el juego.

-¿Cuántas pajas te pegaste hoy?
-Dos no más.
-Seguro les ganamos a estos huevones malos.
-Ni con diez pajas en el cuerpo nos meten un gol.

15 años más tarde, todavía entro mal a una cancha si antes no he tomado café. Si, más encima, la primera jugada no me resulta, caigo en depresión deportiva.
Más grande, generé otra fuente para esta adicción: la escritura. En “Tinta Roja”, del basureado Fuguet que nunca me cansaré de defender, pese a todo, uno de los editores del diario “El Clamor” se acerca una máquina de café porque necesita “enderezar la prosa”. Pensé que si me había servido por años en el fútbol, inspirándome para jugadas que ni yo mismo creía capaz de hacer, quizás también me podría dar frutos frente al computador. Y lo hizo. Las mejores cosas que he escrito, tanto artículos como cosas personales, han salido de un tazón humeante. Algún crítico atento puede decir que precisamente ese detalle significa que el café no sirve de nada. Me protejo, por si acaso. Retomo. He escrito muchas veces borracho o volado y nunca ha sido lo mismo. En Arica, con un calor espantoso en la sala de crónica producto del descriterio de un jefe egoísta, ordinario y severamente adiposo que escondía el control remoto del aire acondicionado, a varios les llamaba la atención que de todas maneras siempre tuviera cerca un café, más encima hirviendo, porque no lo puedo tomar tibio.

Estas mismas líneas, que no tengo claro si se entienden, están saliendo más lento de lo normal por ausencia del café. Pero no me quiero dejar vencer. Hasta ahora sólo he hablado de los beneficios. Como detesto la biología y soy bastante hipocondríaco, no voy hablar del hígado. Si no es el café, el alcohol lo terminará destruyendo. Los daños o negativos efectos secundarios, se dan en la conducta post-partido o post-redacción. El café me ha hecho cometer estupideces que, a priori, sólo se pueden adjudicar al trago. Al seleccionar un ejemplo, aparecen tantas escenas vergonzosas en mi mente, que prefiero obviarlo. Generalmente uno se siente idiota por cosas que a uno le cuentan que hizo estando ebrio. Son borrosas, difusas. Por eso es peor con el café: la sobriedad se puede exacerbar a tal punto, que consigue superar la ira o la pesadez del curado. No estoy exagerando. Tengo una larga lista de damnificados a mi haber.

Ya falta poco para las cinco de la tarde. Con suerte, escribí la pauta. No sé cómo lo haré con las notas. Tendré que aprender a funcionar sin la bencina que me acompañó por años.